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Historias y Relatos

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XXXVIII
Por Pedro Miguel.

Si algo le faltaba al médico forense Sánchez Lora para decidirse a abandonar su profesión, el sonado asesinato y decapitación de todos los integrantes del gabinete presidencial terminaron de convencerlo. La ejecución múltiple apenas había cimbrado a una opinión pública cada vez más acostumbrada a presenciar –así fuera a través de los medios– atrocidades de toda suerte y oleadas de homicidios colectivos sin ninguna secuela judicial. Era claro que las instituciones encargadas de procurar justicia no tenían capacidad para investigar ni la décima parte de las muertes violentas que ocurrían en el país día a día, y posiblemente carecían de voluntad para dar seguimiento a una sola. Tras las promesas presidenciales de identificar, capturar y sancionar a los asesinos del equipo de gobierno, después de la ceremonia fúnebre en el Campo Marte (19 ataúdes de roble que contenían los cuerpos de otros tantos secretarios de Estado, a los que un costurero forense adhirió a toda prisa las cabezas con hilo de sutura, y a los que un sastre fúnebre les adhirió con pegamento corbatas gruesas para que no se apreciara el chapuz), una vez que se dieron a conocer los nombres de los sucesores de los fallecidos, y transcurridos los tres días de luto oficial, el asunto se esfumó de las primeras páginas de los diarios y del discurso oficial. Sobre la normalidad alterada quedó flotando, como única huella del naufragio del poder, la espuma de los chistes multiplicados: que si, por error, el de Educación se había ido a su última morada con la cabeza del de Agricultura, que si los cerebros se los había llevado la NASA para estudiar el vacío, que si...

Tras unos días de severa depresión, en los cuales no salió de su casa ni se bañó ni se quitó la pijama, Sánchez Lora pensó en hacerse detective privado y en trabajar por su cuenta. Pero antes de establecerse en una nueva profesión quería atar los cabos sueltos de dos extrañas muertes: la del comerciante de cosas usadas de La Merced, un travestí llamado Rufino Vázquez Morgado, quien según todos los indicios había sido asesinado por su pareja sentimental, un sujeto llamado Iván, quien había muerto poco después, aplastado por una figura de hierro que se desprendió de su base sobre la cúpula del Hospital de Jesús a consecuencia de una ventisca insólita. El perito tenía una pista invaluable: una tarjeta de transporte del metro parisino, a nombre de Jacinta Dionez, con la foto de una muchacha que, según una testigo, había merodeado en el local de Vázquez Morgado el día del crimen. Y tenía, además, contactos con mandos policiales, y podía conseguir, por medio de ellos, las listas de pasajeros de los vuelos procedentes de Francia de las dos semanas anteriores al día de los homicidios.

Es increíble, se dijo a sí mismo Sánchez Lora un día que cruzaba el Zócalo capitalino rumbo a una de sus diligencias. Cualquier pendejo como yo puede encontrar la madeja de un asesinato, y todas las procuradurías del país no pueden ni con uno de los treinta diarios que estamos padeciendo.

Iba tan absorto en sus pensamientos que estuvo a punto de tropezar con una tienda de campaña precaria que se encontraba, con otras, instalada en la plancha de la plaza principal del país. Observó movimientos apresurados en la boca de aquel refugio, por la que salió una mujer, llevada casi en vilo por dos hombres jóvenes. Éstos extendieron una camilla frente a la tienda de campaña, acostaron a la mujer y luego la levantaron y empezaron a caminar. Sánchez Lora había perdido los reflejos de galeno después de muchos años de especializarse en la recolección de cadáveres, pero en ese momento un impulso antiguo brotó de él y se dirigió a la enferma, al tiempo que preguntaba a los que la trasladaban:

–¿Qué le pasó? ¿Me permiten examinarla? Soy médico.

–Gracias, doctor –le contestó uno de los que cargaban la camilla–. Lo que tiene es hambre, y tenemos que trasladarla a un hospital.

–¿Hambre? –se extrañó Sánchez Lora.

–Sí, lleva treinta y tres días sin comer.

–¿Y por qué? –insistió el especialista, mientras caminaba de prisa a la par del pequeño grupo.

–¡Pues porque está en huelga de hambre! –se exasperó uno de los que transportaba a la enferma hacia afuera de la plancha central del Zócalo–. ¿Que no lee los periódicos?

Otra mujer que caminaba un tanto rezagada explicó a Sánchez Lora:

–Somos electricistas, doctor. Los compañeros están haciendo una huelga de hambre aquí, en demanda de que nos regresen los trabajos que nos quitaron.

(Jueves próximo, Continuará)



En el Zócalo, además del campamento de los electricistas que hacían huelga de hambre en demanda de reinstalación, se habían plantado los maestros disidentes, exasperados por la corrupción y la cerrazón que imperaba en su sindicato, y los indígenas de San Juan Copala, agraviados por tres asesinatos recientes y por el cerco que contra su pueblo mantenía un grupo de paramilitares priístas.
–Puta madre –se dijo Sánchez Lora–. Este gobierno está haciendo exactamente lo opuesto a gobernar.
Tras observar a aquellos centenares de ciudadanos que pedían un sitio en la patria, y quienes de seguro representaban a muchos cientos de miles más, Sánchez Lora pasó otra semana de severa depresión, encerrado en su departamento, pero hasta allí le llegaban noticias que le trastornaban el sentido de realidad. Para los mexicanos mayores de cuarenta, el nombre de Cananea era una referencia histórica casi sagrada: en esa localidad minera del noroeste habían surgido las primeras luchas obreras del país, allí se había escuchado por primera vez en el suelo patrio la demanda de ocho horas de trabajo, y allí el porfiriato había rendido la soberanía nacional a la soldadesca gringa, que asesinó a decenas de mineros en huelga para preservar los intereses de los amos de la explotación. Incluso los ciudadanos más jóvenes sabían que las cabezas de Hidalgo, de Aldama, de Allende y de Jiménez, habían sido expuestas al escarnio de la mirada pública, puestas en jaulas de hierro y colgadas en las esquinas de la Alhóndiga de Granaditas. Y ahora el gobernante en turno ordenaba a la policía cargar contra los mineros de Cananea. Y ahora escarbaba para sacar los cráneos de los padres de la patria, y volvía a ponerlos en exhibición.
“Tengo que salir, tengo que hacer algo –pensó– . Si no, el fin de este país me va a agarrar encerrado en mi casa.”

(Jueves próximo, Continuará)